Terceras crónicas 32

30 12 2011

La ejecución iba a comenzar. El revuelo que Caos y vircof habían provocado entre los periodistas desapareció en cuanto se encendieron las luces al otro lado de la cristalera.

“¡Regresen a sus asientos! ¡Es una orden!” Gritaba un reducido número de soldados que habían entrado en la sala.

Poco a poco los diferentes reporteros que se adelantaron a la cristalera se encaminaron a la gradas. Dispersar a los periodistas les iba a dejar al descubierto por lo que Vircof intentó avivar el descontento de los que aún permanecían a su alrededor.

“¿Regresar? ¡Si desde ahí atrás no se ve nada! ¡Mis lectores se merecen algo mejor!” Respondió altanero. “¿O es que hay algo que no queréis que veamos?”

Aquel último comentario debió tocar la fibra sensible del soldado jefe, pues reaccionó apresurando a los periodistas para que se sentaran. Vircof lo notó y se dejó llevar.

“¡Eso, asi es como nos tratan! ¡Nos toman como si fuésemos herramientas! ¡Nos privan de nuestra labor como comunicadores!” Aulló cuando uno de los soldados comenzó a empujarle en la dirección de las gradas. “¡Manipulación! ¡Censura!”

Sus gritos no pasaron inadvertidos, así que en cuanto Vircof notó que tenía la atención de unos cuantos periodistas se tiró al suelo para hacer un poco de teatro. El soldado intentó levantarlo pero Vircof no dejaba de zarandearse y escurrírsele. Desde las gradas la perspectiva era diferente. Daba la sensación de que el soldado lo estaba aplastando contra el suelo.

La reacción no tardó en hacerse de esperar. Un puñado de periodistas alertaron a los demás y enseguida los soldados se vieron rodeados de furiosos reporteros dispuestos a golpearles. El descontento acumulado no era fruto únicamente del mal trato que recibieron desde que llegaron a Endsville por parte de los empleados de la Autoridad, quienes les trataban como ignorantes articulistas sin interés de meros mecanismos con los que tener informado al populacho, si no que también reinaba cierto malestar hacia la Autoridad en si misma como un organismo que en más de una ocasión les había coaccionado e incluso amenazado.

Todo ese enfado estaba explotando en las gradas de la Bóveda cuando el soldado vestido con un mono blanco que hasta entonces había estado dando vueltas en torno a algo cubierto por el gran trozo de tela comenzó a hablar.

“Preso 081087, también como conocido como Txus Jesúlez y autor de los asesinatos múltiples en el Archipiélago Mendel, se le ha encontrado culpable de alta traición al asegurar el fracaso de una de las misiones más arriesgadas con agravantes tales como pretender incriminar a sus superiores y darse a la fuga. Por ello el Alto Tribunal de la Autoridad le condena a ser ejecutado por desmasificación.” Y tras terminar de leer la sentencia el soldado agarró la lona que tapaba la jaula y descubrió su interior.

Todos aguardaban expectantes la revelación en la sala de prensa. Su sorpresa se volvió descontento e indignación cuando notaron que en el interior de la jaula no se encontraba el famoso asesino del Archipiélago Mendel, sino un confuso y aturdido soldado sin su mono blanco. Los gritos de protesta no tardaron en hacerse esperar.

“¡Censura! ¡Manipuladores!” Chillaban los periodistas.

Vircof, desde el suelo donde seguí fingiendo estar inmovilizado le lanzó una mirada a Caos para que actuara. El coloso reveló uno de sus hachas y golpeó la cristalera que daba a la sala de la jaula y las antenas. El cristal vibró y tembló, pero no se rompió. Ni siquiera llegó a resquebrajarse un poco. Caos miró a su hacha sorprendido olvidando todo lo demás. Vircof se levantó apresurado y lo apartó hacia un lado. Su acción no había pasado desapercibida y ahora los mismos periodistas que hasta hacia poco coreaban las palabras de protesta de Vircof, alertaban a los soldados de la presencia de un individuo armado en la sala.

“¿Has encontrado ya algo capaz de vencer a tus ‘hachas de acero tolariano’? ¿Dónde está esa fe en que ‘la cristalera cederá’? ¡Esto se está yendo a pique y nosotros no tenemos a dónde huir!” Informó Vircof a grito pelado a su compañero de armas mientras la marabunta de periodistas que intentaban salir de la sala para alejarse de ellos chocaba contra un pelotón de soldados que estaban entrando para arrestarles.

“Una salida menos. Quedan dos.” Resolvió Caos recordando las palabras que le dijo a su compañero cuando se encontraron en las gradas.

Se levantó de golpe haciéndose más grande y blandiendo su hacha la golpeó contra la mampara del cuartucho donde tuvieron a Txus exhibido mientras se llegaban los periodistas. El cristal estalló en un millar de pedacitos causando un estrépito que se oyó por encima del ruido de la muchedumbre. Casi todos los periodistas ya habían salido y enseguida Caos y Vircof estarían rodeados por los soldados que estaban entrando.

Sin vacilar ni un instante, ambos saltaron por encima del cristal destrozado hacia la salita desde la que se llevaron a Txus. Caos aporreó la puerta de un apatada y, con el tamaño que ahora tenía, la puerta cedió sin ofrecer resistencia. Vircof y Caos huyeron de la sala de prensa seguidos muy de cerca por un numeroso grupo de soldados.





Diario de a bordo CXXII

25 12 2011

“¿Quieres hacer esto por las malas?” Preguntó el teniente Janos en cuanto armé mi alabarda. “A ver si te queda claro: no me puedes ganar.”

“Seguramente. Pero por lo menos voy a intentarlo.” Dije sin perder de vista mi brazo.

“Esto es ridículo. Si no quieres atender a razones, te detendré ahora y cogeré el cofre yo mismo.” Janos suspiró desistiendo y echó mano de sus guantes.

Sabiendo que, en el momento en que pudiese rasparse la piel, mis posibilidades de derrotarle serían mínimas, me adelanté para impedir que se pusiera los guantes. Como no tenía fuerza como para impulsar la alabarda de un lado a otro, la adelanté intentando picar los guantes para quitárselos. Pero Janos era más rápido y enseguida se echó a atrás sorprendido.

“¡Ey, eso no vale! Todavía no estoy listo.” Dijo sujetando el trozo de hielo con el antebrazo para dejarse la mano libre y ponerse los guantes.

“Yo tampoco estoy listo.” Respondí haciéndole mirar la manga de mi abrigo que colgaba. “Ponte en mi lugar y échame una mano anda.” Bromeé mirando al bloque de hielo que contenía mi brazo.

“¿No sabes cuando dejar las gracias?” Murmuró malhumorado.

Janos se hizo a un lado y avanzó hacia mi. Yo retrocedí intentando mantener las distancias, pero en cuanto llegó hasta el poste con el trapo que marcaba el comienzo de las escaleras hacia el interior de la Torre Gemela se detuvo. Cogió el palo sin apartar la mirada de mi, lo alzó como arrancándolo de la base que lo sostenía y lo dejó caer por donde debía estar el hueco de las escaleras. El sonido metálico del poste rebotando por los peldaños salía de alguna parte de entre toda la niebla que cubría el suelo.

“Ríndete ya. Estas atrapado.” Comentó Janos.

Tenía razón. El poste con el trapo era lo único que me indicaba la salida de la azotea. Sin él, no había más que niebla por todo el suelo. El teniente había tenido toda la semana anterior, mientras fingía su rutina de subir a fumar, para hacerse a la idea del tamaño de la azotea mientras que yo, que había intentado mantenerme cerca de la referencia que proporcionaba el poste, no tenia ni idea de en qué parte se encontraba la salida ni de dónde se terminaba el suelo. Había caído de lleno en su trampa.





Terceras crónicas 31

18 06 2011

El murmullo en la sala de los periodistas aumentó en cuanto retiraron al preso de la sala acristalada. Todos los reporteros miraban a su alrededor expectantes, aunque la mayoría ya sabía que la ejecución se produciría al otro lado del cristal ahumado.

“¡Tenemos que largarnos ya!” Murmuró Vircof apresuradamente.

“Espera.” Respondió Caos analizando la situación. “Todavía es muy pronto. Los soldados podrían sospechar de dos periodistas que se vayan antes de la ejecución sobre la que deben informar.”

“¿Qué más da lo que piensen los soldados? En cuanto ejecuten a gorrosa podemos darnos por muertos estemos donde estemos. ¡Tenemos que encontrarlo y liberarlo antes de que lo hagan estallar!”

“Vircof, la ansiedad corre por tu venas. Los guerreros ansiosos cometen errores siempre. Controla tus nervios y sopesa las posibilidades.” Le aconsejó Caos.

“Ya estamos otra vez. A ver si te enteras: ¡que no me entero cuando hablas! ¿No sabes hablar normal? Así solo consigues ponerme más nervioso.” Dijo Vircof intentando no alzar la voz.

“Estamos en rodeados de periodistas y soldados. No podemos actuar con libertad de movimientos. Cualquier cosa que hagamos no servirá de mucho si nos inmovilizan enseguida. ¿Qué otra cosa quieres hacer?”

“Bueno,” Comenzó Vircof. “para empezar podemos acercarnos al cristal espejado de delante haciendo como que queremos tomar mejores notas. Así conseguiríamos bajar de estas gradas tan estrechas y ponernos a nivel del suelo para poder salir disimuladamente en cuanto tengamos ocasión. ¿Qué te parece?”

Caos asintió dándole la razón. Para ser un joven lleno de energía y de nervios, Vircof había analizado bastante bien la situación. Salir de las gradas llenas de periodistas era la mejor opción si se tenía la intención de abandonar la sala cuanto antes.

“¡Joder, desde aquí no se ve nada!” Gritó Vircof con un fingido tono de indignación. “No voy a poder escribir un artículo bueno si no me entero de lo que pasa.” Y se giró para decirle a su compañero reportero Caos. “Tio, ¿te vienes abajo a verlo desde ahí?”

“Claro, desconocido periodista. Bajemos para observar mejor la noticia.” Añadió caos sin una pizca de credibilidad.

Los dos reporteros se pusieron en pie y comenzaron a bajar las escaleras de las gradas. Cada vez que algún periodista les obstruía el paso se excusaban diciendo que abajo se vería mejor la ejecución. Poco a poco, mientras bajaban, se corrió la voz y varios corresponsales les siguieron hacia abajo.

Vircof y Caos llegaron al pie de la cristalera e intentaron divisar qué había al otro lado de su reflejo sin éxito. En la sala que había al otro lado solo se podía distinguir una plataforma grisácea y, más allá, un ventanuco mal iluminado. Había movimiento detrás del ventanuco, pero no se distinguía nada.

Cuando se dieron la vuelta para intentar ver cómo apañárselas para salir de la sala de los periodistas, una marabunta de reporteros les rodeaba. A todos les pareció buena su idea de pegarse al cristal para ver la ejecución. Los pocos que quedaban en las gradas o protestaban porque los que ya estaban abajo les tapaban la vista o se estaban poniendo en marcha para bajar de las gradas. A nadie parecía entusiasmarle la idea de la Autoridad de instalar unas gradas en la ejecución.

A punto de retroceder entre la muchedumbre, Caos y Vircof se vieron sorprendidos por la repentina iluminación del espejo. Asustados, se dieron la vuelta. La sala al otro lado de la cristalera era casi circular. Las paredes estaban cubiertas de rejillas y de cables por todas partes. Ocho tubos sobresalían del suelo alrededor de una plataforma. En la distancia, los tubos parecían las varillas de una antena, con condensadores en los extremos e infinidad de cables serpenteando desde la base en todas direcciones. En lo alto de la plataforma había un soldado vestido con un mono blanco. Daba vueltas en torno a algo colocado en medio de la plataforma y que se ocultaba debajo de un gran trozo de tela. Por el contorno, daba la sensación de que se trataba de una jaula. Pero, de ser una jaula, ésta debía tener la misma altura que el soldado.





Terceras crónicas 30

12 06 2011

Sin dudarlo, el médico rompió el cristal que protegía el mapa y echó a correr escaleras abajo, siguiendo las indicaciones para llegar hasta la Cámara de Desmasificación. ¿Qué tenía la gente La Bóveda en contra de los mapas? ¡Con lo útiles que eran!

Tras sacarle de la sala de custodia, los guardias ataron a Txus con cadenas y escoltaron al preso en fila, vigilándole por delante y por detrás. Avanzaron por un pasillo estrecho y se detuvieron antes un control. Allí los guardias que le habían estado controlando en la sala les cedieron las cadenas a unos individuos cubiertos por una especie de mono blanco con guantes y botas cuyos rostros no se distinguían por detrás del cristal ahumado de las máscaras que les cubrían las cabezas.

Cuanto más avanzaba por los pasillos y atravesaba salas y cuartos, la seguridad se hacía cada vez más difícil de esquivar, y avanzar se hacía más complicado y lento. Científicos y soldados se mezclaban con batas y uniformes blancos. Finalmente, el médico tomó la decisión de esconderse y dejar inconsciente a un tipo orondo que pasó cerca de él. Según la acreditación, un profesor encargado de coordinar un experimento en paralelo a la desmasificación. La Autoridad no se iba a limitar a convertir a su preso en maná, también iba a aprovechar para realizar más investigaciones a su costa.

A primera vista, le resultaba imposible distinguir si las personas que se encontraban tras esos monos de protección eran simples cerebrines científicos o soldados con nociones de combate cuerpo a cuerpo. El preso seguía tanteando las posibilidades de escapar y salir al encuentro de Vircof y Caos en la sala de los periodistas o en busca de su otra copia que zigzagueaba por los pasillos.

Disfrazarse con la bata y la acreditación del profesor le hizo pasar desapercibido al principio. Para ser un reconocido criminal a punto de ser ejecutado en ése mismo edificio, ninguna persona parecía reconocerle. Seguramente debido a que ninguna de aquellas personas tenía relación directa con la ejecución y sí con los experimentos que pensaban llevar a cabo simultáneamente. Gracias a eso consiguió avanzar con más facilidad de lo que pensaba. Todo fue bien hasta llegar a un control en el que la seguridad era más estricta.

Los dos tipos de los monos de protección que le habían estado escoltando se detuvieron frente a una mesa tras la que el coronel Phill McPherson organizaba unos papeles dándoles unas órdenes a otros tipos cubiertos con los mismos monos.

“Anima esa cara, proyecto 3-21. Ninguno de los dos quería llegar a esta situación. Se suponía que tu ibas a infiltrarte y pasarme información a cambio de poder salir de tu celda más a menudo, pero es una pena que te descubrieran tan pronto.” Dijo ajustándose un mono de protección como el que llevaba el resto del personal en la sala.

“No tienes ni idea de lo que vas a hacer. Si vas a matarme hazlo ahora antes de que nadie salga herido.” Intentó advertirle el preso.

“¿O qué vas a hacer? ¿Duplicarte en otro preso con cadenas? Conozco los límites de tus habilidades porque fui yo quien te las dio. Siempre has sido un prisionero demasiado orgulloso, no vayas a acobardarte ahora.” Le espetó McPherson mientras indicaba a dos soldados que abrieran una gruesa puerta metálica.

“El daño que reciba uno de mis clones se replica en las demás copias. ¡Revisa tus cálculos! ¡Te estoy diciendo la verdad! ¡Si me desmasificas ahora, mi clon estallará al mismo tiempo arrasando todo lo que tenga a su alrededor!”

“¡Basta!” Ordenó el coronel. “Esperaba más de ti. Deja de suplicar y acepta que no tienes alternativa. Hasta aquí ha llegado tu vida.” Dicho esto rodeó la mesa y le indicó a los guardias que lo retiraran.

El vigilante del control miró receloso la identificación del profesor que tenía delante y tuvo que preguntar a su compañero quien, inmediatamente cayó en la cuenta de quien era. El médico comprendió que ya le habían descubierto y no tenía sentido seguir ocultándose. Derribó a los vigilantes y sacó su florete. Avanzó por los pasillos esquivando a todos aquellos que intentaban detenerle, científicos o militares. Una vez más, meditó en las palabras del capitán y las consecuencias que tendrían las muertes de todas aquellas personas. Evitarles la muerte a todos los que se interponían en su camino no tendría sentido si no llegaba hasta su clon antes de que la desmasificación comenzase, pues todo el islote de Endsville desaparecería en la explosión. Pero acabar con ellos solo porque seguían las órdenes de sus ignorantes superiores, era demasiado radical. Como médico debía evitar muertes no provocarlas y más teniendo en cuenta lo que le ocurrió en la Universidad de Mendel.

Los escoltas arrastraron al preso hacia la gruesa puerta de metal y entraron con él en una cámara  donde les encerraron. Al otro lado había otra pesada puerta metálica con un ventanuco. A través de su propio reflejo, el preso pudo distinguir una amplia sala al otro lado cuyas paredes estaban repletas de placas, cables, postes y luces parpadeantes, excepto por un amplio ventanal donde parecían moverse unas personas diminutas en unas gradas. La sala de los periodistas, pensó.





Diario de a bordo CXXI

3 06 2011

La brillante capa de neblina blanca no era muy gruesa. Antes de terminar de subir la escalera, con medio cuerpo fuera de la buhardilla, la niebla desaparecía, dejando ver el cielo azul. Un cielo más despejado y con un sol más brillante de lo que nunca había visto. Hacía muchísimo calor. Y eso ya no era por los nervios, los rayos del sol caían realmente fuertes.

Desde que llegamos a las proximidades de Endsville, la lluvia no se había detenido ni un por un instante. El agua, el viento y el frío se acentuaban como consecuencia de las cerradas nubes que rodeaban el islote. ¿A dónde había ido a parar toda la tormenta? No terminaba de entender en qué momento la lluvia se detuvo para ser sustituida por un día tan soleado.

Una vez fuera de las escaleras eché un vistazo a mi alrededor. El suelo estaba completamente cubierto por aquella niebla resplandeciente, tan blanca que casi cegaba la vista tanto como el propio sol. La niebla era tan densa que por debajo de las rodillas no se distinguía nada. Ni mis pies ni el suelo eran visibles. Aquel efecto debía ser muy frecuente, pues a mi espalda un largo poste con un trapo indicaba dónde estaba el hueco de la buhardilla que daba a las escaleras.

Cuando trabajé en las instalaciones de I+D del islote antes de mi accidente, todos decían que las Torres Gemelas eran tan altas que desde arriba se podía ver el Tercer Mar. Ninguno de los que divulgaban el rumor había subido hasta allí para comprobarlo, pero era una bonita historia para todos aquellos que trabajábamos sin descanso en los experimentos bajo una eterna nube de tormenta. Allí siempre llovía. En Endsville nunca brillaba el sol.

Enseguida descubrí qué era toda aquella niebla. Las Torres Gemelas eran tan altas que superaban la distancia sobre la que flotaba la tormenta. Por eso el sol era tan intenso. En ese momento me encontraba sobre la mayor nube del planeta. Al oeste, entre toda la arrugada superficie blanca de la nube, sobresalía un diminuto pico montañoso, el de la montaña más alta de la cordillera que separaba el Octavo Mar del Tercer Mar. Supongo que eso sería todo lo que en verdad se podía ver desde allí arriba al fin y al cabo.

“Una buena vista, ¿eh?” Escuché la voz de Janos.

Sorprendido me giré. No estaba a mi espalda como me temía sino más alejado. Estaba apurando la última calada de su cigarrillo antes de tirarlo al suelo, o al menos imaginaba que sería el suelo, con esa neblina no había forma de saber dónde pisaba uno. No parecía dispuesto a atacarme, aunque llevaba sus guantes cubiertos de lija colgando del cinturón.

La tranquilidad con la que se dirigía hacia mi, me confirmó que mis sospechas eran acertadas. Durante todo este tiempo el teniente Janos había fingido una rutina de subir a la azotea solo para asegurarse de que cualquier persona pudiese indicarme dónde encontrarle.

“¿Has traído lo que robaste?” Dijo Janos mostrando mi brazo congelado en el hielo. Al menos seguía sin saber qué objeto debía recuperar.

“No.” Respondí intentando mantener la calma.

“¿Qué es lo que quieres, Fangorn?” Insistió. “¿Qué pretendes conseguir? ¿Por qué huyes? ¿Es por Pandora?” Janos me conocía demasiado bien. Nunca me gustó eso. “No va a volver. Lo sabes, ¿verdad? Sus experimentos no te llevarán hasta ella. Los cofres no hablan.”

¡Maldición! Janos lo sabía. Sabía qué objeto había robado. Había estado jugando conmigo todo el rato y yo no me había dado cuenta. A pesar de todo el tiempo que pasamos juntos en la Comisión de Investigación y Desarrollo, jamás había conseguido adivinar en qué pensaba Janos, sin embargo, él me conocía demasiado bien y podía anticiparse a mis pensamientos.

Aquello me puso demasiado nervioso y perdí la poca compostura que me quedaba. Instintivamente extendí el brazo para dejar caer las barras de la alabarda hacia mi mano. Los resortes del interior la montaron en un par de segundos y me puse en guardia.

“Por favor… Te ofrecí un cambio precisamente para evitar tener que pasar por esto.” Dijo Janos con tono de resignación echando mano de sus guantes. “Tu brazo a cambio del Cofre Pandórico. ¿No pensarás pelear en serio? ¡Mirate! ¿Qué posibilidades tienes de recuperar tu brazo? Seguro que eres incapaz manejar esa lanza con una sola mano.”

No debía atacar primero. Janos aún no se había puesto los guantes de lija y, por tanto, conservaba su piel humana. Por lo que sabía, las diferentes composiciones de su piel se materializaban al despellejarse y exponerse al aire. Mientras le atacase en las áreas que aún no habían sido raspadas podría hacerle algún daño. A lo mejor si debía atacar primero. Así podría aprovechar la poca ventaja que eso me diera. Sin embargo, mis ataques con la alabarda eran demasiado lentos con un solo brazo y carecían de impulso suficiente como para asestarle algún golpe fuerte. Aunque tal vez me convenía más esperar a que él diese el primer paso y encontrar alguna apertura en sus movimientos. En cualquier caso la alabarda no era la mejor arma para atacar desde cerca. Y además, estaba la cuestión de cómo arrebatarle mi brazo antes…

Estaba paralizado. Después de cómo barrió el suelo conmigo tras la emboscada que nos tendieron al salir de Fantom Town, no sabía qué hacer.